En un tono que recuerda la cruda insolencia y el humor negro de algunos textos de Céline o Modiano, El judío y la pornografía puede ser leída como la farsa delirante sobre una conspiración de grandes proporciones, como la opción morbosa de una novela de tesis o como el relato de un lugar perdido, o una conciliación imposible. Más allá de enterramientos clandestinos en el Chile de la dictadura, excursiones a los quioscos del mercado negro en el Berlín de posguerra, asimétricos encuentros sexuales anotados minuciosamente por un observador de propensión cabalista, complejas estafas que terminan por documentarse en dos cámaras Junka, El judío y la pornografía resulta la transcripción audaz de un coloquio entre personajes que jamás serán lo que pretenden ser, al interior de una conjura dispuesta a recordarnos que en el atolladero de la Historia, entre judíos, verdugos, genocidas, eslavos, víctimas, sabios, estafadores, gentiles, nazis, tahúres, ingenuos o proletarios, los roles se confunden e intercambian, y la realidad es un misterio que se nos escapa. El acto más subversivo de esta provocadora novela: la mirada.